"La vida es demasiado fabulosa, para ser fabulada"
Dominique La Pierre



miércoles, 19 de mayo de 2010

CONSUELO, LA ENCOGIDA

Mi nacimiento dicen que fue un consuelo para mis padres, para ser honesta, nunca me gustó la idea. Los consuelos son apapachos que se dan tras una pérdida. Pañitos calientes para aliviar las molestias de una fiebre causada por una infección espantosa. Y está clarísimo: El apapacho no restituye lo perdido y el pañito no cura la infección. Aunque siempre me lo decían en tono de admiración, a mí, ser consuelo para mis padres tras la muerte de mis hermanas, más que producirme orgullo me causaba vergüenza.

Y es que de fuera era muy fácil decirlo, pero de puertas a dentro, experimentaba  una gran impotencia al constatar que no era yo consuelo suficiente.

Mi madre se levantaba cada día, más a fuerza que de ganas a plantarle un beso a las fotos de mis hermanas, siempre expectantes al lado de la luna de su tocador. Si era un día bueno, derramaba una lágrima con el beso; si era un día malo, regresaba a sentarse en la cama con las nenas abrazadas llorando desconsoladamente.

Papá entonces veía romperse su alma en mil pedazos, se le secaba la boca y le se encendía su úlcera. Ponía una mano en su estómago para mitigar el dolor y otra sobre mi hombro para dirigirme a la cocina a darme el desayuno. Pero ya el consuelo era muy difícil de ejecutar en este momento; no importaba cuántos chistes contara, ni cuántas preguntas ingeniosas hiciera o cuántos berrinches me inventara, papá ya no volvía a conectar conmigo más.

Teníamos la costumbre de ir caminando al colegio. Eran muchas cuadras para una niña de 6 años, pero a mí me daba alivio sentir el aire serrano de mi pueblo refrescándome la cara y a papá se le iba curando el dolor de la úlcera a cada paso que daba.

Para colmo de males, la niña "consuelo", salió bastante torpe y despistada, características no muy prometedoras para los logros académicos, ni para los trabajos manuales. Así que tras cada nota deficiente ó cada "regalo" del día de las madres maltrecho y manchado de pegamento, el reproche velado no se hacía esperar. "Y pensar que tus hermanas a tu edad eran miembros del cuadro de honor"; "Qué esperanzas que Paty fuera a darme una cosa tan sucia, ella a tu edad bordaba sin dejar nudos".

El consuelo era deficiente y cuando yo me enteraba de lo buenas niñas que habían sido mis hermanas, me venía una culpa enorme por estar ocupando  mi cacho de universo, mientras ellas tenían que andar flotando en el aire.

Pobrecitos míos, no podían evitarlo. El dolor era terrible y se les desbordaba en actitudes, comentarios o lamentos. Yo ahora soy madre y no puedo ni imaginar lo que habrán sufrido. A pesar de haberles acompañado íntimamente en su recalcitrante dolor, no puedo ni de lejos saber a ciencia cierta cuan profundo y demoledor habrá sido.

De esos años se me hizo a mí el hábito de sentirme incómoda ocupando mi espacio vital y me dio por encogerme.  No hubo regla, ni cinta canela capaz de hacerme andar erguida. Apenas me quitaran el soporte yo de inmediato me encogía, era un acto reflejo. Yo nunca lo entendí bien. Pensé que era un acto de rebeldía hacia mi madre que se la pasaba sermoneándome sobre el "liacho" que parecía; pero ya entrada en mis veintes, conocí a un Diseñador Venezolano que me explicó con tino porqué me encorvaba.

Se llamaba Walter y siempre que iba de visita a casa, se sentaba en la esquina del sillón, con los brazos abiertos en escuadra y los pies un poco separados. Como si estuviera esperando a alguien para darle un abrazo. Al principio pensé que lo hacía porque era muy alto y aprovechaba para estirarse, pero un día estábamos esperando entrar al cine y nos sentamos en un sillón gigantesco, demasiado grande incluso para él. Cuando lo vi que casi se safaba los hombros para sentarse bien abierto de brazos, lo miré con burla y él me dijo: 

_ Se siente Chévere, haz la prueba. Siéntate ocupando todo el espacio que te corresponde, no te encojas. ¿O qué le debes algo a alguien y por eso te encojes?


Ahí me cayó el veinte. En mi cabeza yo les debía a mis hermanas su lugar en la familia. Me consideraba secretamente una ladrona de hogares. Angélica María en "El hogar que yo robé" ni más ni menos. Sin proponérselo Walter logró lo que ni la Faja milagrosa del Doctor Chunga hubiera podido.

Lamentablemente Walter llegó un poco tarde a mi vida, y el mal hábito no ha podido desterrarse por completo. Sin embargo cuando el espíritu se me encoje en el trajín de la vida, lo recuerdo a él sentado ampliamente en aquellos sillones y procuro estirarme, abrir mis hombros soltar los brazos y sentirme más alta de lo que soy, ocupando mi sitio en la tierra en toda la amplitud que me corresponde. Y sí funciona siempre, me entra mejor el aire y abrazar la vida me cambia por completo la perspectiva.

2 comentarios:

  1. Qué hermosas narrativas, en ese espíritu hay más de lo que tu misma te imaginas...felicidades y gracias por tomarte el tiempo de escribirte y compartirte...la generosidad se premia. No pares de hacer esto por favor!!

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  2. Gracias Liz! Un abrazote a los tres

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