"La vida es demasiado fabulosa, para ser fabulada"
Dominique La Pierre



domingo, 10 de octubre de 2010

Gladys y Arcadio o Claveles rojos parte II

El vestido blanco ahora era escarlata, los cristales centelleantes, profundos rubíes; la sonrisa esperanzada, un rictus impávido. Caminaba sin descanso, caminaba sin rumbo, caminaba sin luz. No sabía a ciencia cierta qué pasaba, pero caminaba. Reconocía aquellas calles, pero sus caminos parecían truqueados. Un rato estaba en uno y  al siguiente justo en el opuesto. Pasaba de un extremo a otro con un parpadeó y la sorprendía  esta nueva cualidad de su cuerpo para teletransportarse.

Necesitaba ver a su madre, algún pendiente tenía con ella, no podía recordar qué pero lo tenía. Por eso vagaba en aquellos caminos conocidos, traspasando esos muros extraños, escondiéndose en los callejones más oscuros huyendo instintivamente de cualquier rayo de sol. Roja,  toda vestida de rojo.

Y ella que pensó que los hombres no se enamoraban, lo tenía tan claro, no había manera de lastimarlos, no existía la herida mortal del amor,  para traspasar el corazón de un macho. ¡Imposible! Ellos eran seres simples, felices, consagrados al presente, impunes a la añoranza; héroes del deber hacer, ignorantes al sufrimiento de tantas mujeres descerebradas, prontas a deshechar cualquier plan en aras de la pasión actual del amor.

Benditos hombres felices, centrados en la eterna conquista del goce y la concreción de sus planes. Ningún juego de amor podría descorazonarlos; si acaso, arañazos sin importancia que curarían en una tarde de cantina, como mucho. Su fuerza presente, les vacunaría de cualquier despecho.

¡Y mira cómo salió! Tan confiada que estaba, tan claro que lo tenía y vino en cambio a deshacerlo de rabia, le derritío la cabeza de celos, le arrebató la razón dejando que creciera el deseo... Ahora, ella vagaba pérdida vestida de rojo, mientras él se oxidaba en un agujero negro.

Los claveles rojos, encontró a su madre arreglando un jarrón de claveles rojos y entonces recordó que había hecho que la mataran el día de su boda. Uno de esos hombres a los que no creyó capaces de sentirse heridos, enloqueció de celos y la mató. Aquel primero, el amado, Arcadio.

Unas gotas gruesas, mitad agua mitad lama, escurrían por la paredes, inundaban el ambiente y se le metían a los pulmones, donde hechas charco, lo ahogaban sin matarlo. Su cuerpo se agrietaba y sus órganos se encogían a merced de los hongos, que la humedad bochornosa de su espacio, hacían crecer y crecer, agotando su aliento de a poco.

Vivía en una noche eterna donde nunca lograba conciliar el sueño. El descanso era un privilegio que le había sido negado, como negada tenía la dicha de hacer algo. Atrapado en su celda, veía transcurrir cada minuto de sus días sin poder salir, sin poder moverse, sin poder hacer, sin crear nada, más que la reproducción constante de su mano cimbrada por el estallido del cañón, que disparaba la bala con la que mataba.

Si tan sólo se hubiera alejado cuando ella terminó la relación; si hubiera aprendido a jugar como todos los otros; si hubiera mantenido la aventura divertida, como Gladys siempre le decía... O quizá si tan sólo hubiese accedido a la estúpida boda cuando estaban juntos todavía.

Por no ceder a un año de circo, la factura de una anillo, un insufrible traje de pingüino, ahora se pudría en un charco maloliente. Odiándola, añorándola, soñándola en un charco de sangre del que ligera se elevaba para llegar flotándo hacia él, una y otra vez por oleadas, en eterna maldición.

Esa madrugada sintió el cuerpo menos húmedo y el viento más helado. La luna fulguraba imponente, iluminando su celda con luces de plata y por primera vez en semanas tuvo algo qué hacer... Las motas de polvo suspendidas en el aire del agujero que habitaba, se robaban el brillo del astro, invitando al pobre asesino cautivo a cazarlas con las manos.

Hipnotizado por la danza de los sorpresivos visitantes, comenzó a manotear, olvidó su condena y vibró por un momento con la exitación infantil que aportaba a su cuerpo, aquella idiota cacería. Su piel se avivó, sus ojos brillaron y una suave melodía acarició su alma atribulada:

- Arcadio, corazón

El viento se posó sobre sus labios en un heladísimo beso, fuerte, seco duro y casi cortante. La luz de la luna se tornó subito rojiza y su abrazo magnético le curó del insomnio aterrador al que por tantas horas había estado condenado. Se cerraron sus ojos y al fin descansó, no sin antes escuchar la añorada bendición:

- Perdón, perdonado, perdóname mi amor.

El vestido escarlata de nuevo se blanqueó; los profundos rubíes, centellearon de blanco; el rictus impávido, por fin se suavizó. Camino con luz, caminó con rumbo y por fin la novia herrante, de nuevo descansó.

5 comentarios:

  1. Adorei as cores. Gosto desta paisagem. Viajei junto com ela. Parabéns!

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  2. Obrigado Paulo siempre tienes una forma tan hermosa de bordar tus comentarios, que me robas invariablemmente la sonrisa. Muchas gracias!

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  3. el concepto de la novia errante me lo guardo:)

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  4. mmmm ya me lo voy antojando, estaré pendiente ;)

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  5. Lindo como siempre... es muy bueno iniciar la semana con algo meditando y saboreando en mi cabeza.. gracias Dorotea... también de parte de Dorotea de Jesús... besitos

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