"La vida es demasiado fabulosa, para ser fabulada"
Dominique La Pierre



domingo, 15 de agosto de 2010

Montecasino

Cada uno de los mil cuatrocientos días que pude pasar bajo el cielo de Italia, los recuerdo brillantes, luminosos y muy afortunados.

La hermosa dama mediterránea guardaba una sorpresa fascinante para cada día, incluso varias a cada paso. Su adorable suelo estaba adoquinado con piedras multiformes que al pisarlas, emanaban una energía fantástica llena de ecos lejanos.

Entré a Italia un día de Diciembre por la puerta de Milán que estaba toda vestida de blanco y partiendo de ahí la fuí recorriendo practicamente toda de Liguria a Calabria, guardando en mi memoria los luminosos rayos violeta de sus espectaculares atardeceres. "I tramonti" italianos, son sin lugar a dudas, majestuosos juegos de luces inolvidables.

Recuerdo particularmente la puesta de sol que pude contemplar en mi visita a Montecasino. La Abadía de Montecasino es un monasterio  benedictino, que se encuentra sobre una colina rocosa a unas 80 millas terrestres (130 km) al sur de Roma, Italia; una milla al oeste de la ciudad de Cassino (la Casinum romana había estado en la colina) y a unos 520 metros (1700 pies) de altitud. Está en el sur del Lacio, región de la cual Roma es capital. Es célebre por ser el lugar donde Benito de Nursia estableció su primer monasterio, la fuente de la orden benedictina, alrededor del año 529, y por ser el lugar de varias batallas hacia el final de la Segunda Guerra Mundial.

Destruida tres veces por guerra y una a causa de un terremoto, la antigüa abadía proyecta un magnétismo hipnótico y sobrecogedor. Sin embargo, no fue la extraña atracción que ejercen sus austeros muros, ni el lugar privilegiado en el que se ubica el balcón central para contemplar caer la tarde, lo que me robó el aliento aquel día. Fue la mirada de un monje, que trabajaba en la huerta arando una parcela, lo que me dejo sin habla.

Habíamos notado su presencia minutos antes, se inclinaba sobre su azadón y revolvía con sus ásperas manos unas hortalizas verdísimas que se enredaban con la pajiza maleza que las rodeaba. De repente se levantó de su obligado encogimiento y se giró hacia nosotras, descubriendo unos ojos azules clarísimos de intensa mirada transparente, que provocaban llorar de emoción.

Las cinco del grupo que nos topamos de frente con él nos quedamos mudas de asombro y olvidándonos de modales, le seguimos con los ojos fíjamente hasta donde nos alcanzó la vista. El viejo monje con cara de niño y mirada de luz, se cohibió un poco con nuestra reacción y apresuró el paso hasta desaparecer por un angosto tunel de piedra tallada.

Nunca escuchamos su voz, mucho menos pudimos conocer las verdades que animaban su vida, pero su mirada y su presencia eran suficientes para deducir que, aquél hombre de extraños vestidos, escondido en un rincón irreal de ese legendario monasterio, estaba en armonía casi perfecta con su universo.

Su purísima mirada inocente, después de seis décadas en esta tierra, fue la clave para convencerme que no hay nada más fatuo, que buscar imponer supuestas verdades morales, a fuerza de palabras. Basta la muda presencia, cuando se és de verdad, lo que se dice ser.

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