"La vida es demasiado fabulosa, para ser fabulada"
Dominique La Pierre



domingo, 3 de octubre de 2010

Claveles rojos

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Los moteles de mala muerte, son alumbrados invariablemente con luces amarillas. Amarillas mugre, amarillas grasa, amarillas caca de mosca, que se petrifica en su base,  hasta traspasar el vidrio. La luz manoseada, llena de sudor y cebo, propia de los amantes furtivos. El joven amante, miraba  a su novia recoger sus pantaletas y llevarlas de nuevo a su sitio, a través de ese baño cochambroso de luz bohemia.

Un desplante rebeldía, eso era lo que había empujado a la chica a cambiar el gusto de hacer el amor en su alcoba, por esa obsesión por andar hoteles baratos. Renovar la pasión disfrazándola de pronto de amor clandestino, otra de las tantas muestras que confirmaban a aquella hermosa mujer en su papel de gran amante. Mujer, hermosa, su mujer. El chirrido de la puerta apolillada lo sacó de su contemplación endiosada y brincó de la cama para seguirla, mientras ella le indicaba el camino con un gesto de la cabeza. La brisa helada de la madruga le abofeteo la cara y la fingida indiferencia de la chica, que se apartaba de él por metro y medio, le causó un espasmo de renovado deseo debajo del vientre. ¿Fingida indiferencia?...




Gladys comenzó a soñar con el día de su boda una tarde de mayo en la que el sol decidió quedarse a merodiar la calle en sus horas más avanzadas. Prendida de la mano de su madre, caminaba por la plaza frente a la Iglesia de la Inmaculada. Un auto de otra época, profusamente adornado con flores, se orillaba al pie de la escalinata de piedra y un par de hombres jóvenes, engalanados con impecables trajes de pingüino pero sin cola la esperaban. Los vio bajar con gran ritmo los escalones para abrir la puerta trasera de aquel automóvil nunca antes visto por un lado, y por el otro extender la mano a una novia iluminada con gotas de lucero, que con cuidado sacó una pierna y una mano que apoyó en la del hombre pingüino, haciendo palanca para lograr levantar el peso aplastante del vestido que la envolvía. La niña jaló a su madre para que se parara y le permitiera contemplar aquella escena. El sol, curioso y vagabundo, sonrío al ver asomarse la blanca figura y le regaló un par de besos, que se estrellaron en las gotas de rocío que adornaban su cabello, provocando una lluvia de estrellas ambarinas que deslumbraron los ojitos expectantes de la niña, apoderándose de toda la energía que emanaba su ser. Envidió a las niñas de vestidos bombachos, que se apresuraron a sostener la enorme cola del vestido de aquella novia, y ahí mismo decidió que el día de su boda, las pajes que sostuvieran su cola, llevarían un vestido con menos bombacho y muchas más flores. Flores en los hombros, en la cintura y en las coronillas. Flores del tamaño adecuado para cada destino, pero todas rojas, claveles rojos adornarían a sus pajes, así sería.




Las campanas de la Iglesia doblaron para recibir a la próxima esposa y la madre de Gladys instintivamente acercó el reloj de muñeca a sus ojos, arrebatando a la niña de un tirón, sus mágicos planes para poder continuar la marcha de regreso a su taller de costura.


Una mañana de abril, cinco mil cuatrocientos setenta y cinco días más tarde de aquel mágico encuentro, Rita, la madre de Gladys, se despertó al alba para ser la primera en la puerta de flores de la central de abasto. El camión llegó embriagando el ambiente de buenas noticias, los claveles asomaban por las rendijas de la caja del camión de redilas que se posicionaba en la plataforma, la mujer lo vio dar la vuelta y sintió el aroma, dejando que sus nervios se tornaran en sonrisa. Rezó que los claveles fueran rojos, que fueran perfumados, que fueran de diferentes tamaños y cerró tan fuerte los ojos mientras lanzaba sus plegarias a la diosa de las flores, que no se percató cuando la puerta del bodegón se abría. Un hombre de manos rasposas, la empujó por los brazos y entonces reaccionó. Los perfumes se mezclaban, pero la inconfundible fragancia de los claveles la atrajo a la esquina del fondo; sus ojos se crisparon al ver las cubetas de claveles blancos, seguidos por los color durazno, los jaspeados de violeta, los amarillos... y en un momento pensó desmayarse ¿por que lo había dejado para último momento?, ¿cómo no había escuchado a Susana y los había encargado exprofeso desde una tarde antes? ¿ por qué confiar en la popularidad obligada de los claveles rojos?. La flor más común del mercado, la que nunca faltaba, ¿había decidido faltar aquella mañana, justo cuando ella la necesitaba? Un portón apolillado chirrío a su derecha y vio salir al hombre de las manos rasposas abrazado a una cubeta llena de los anhelados botones carmesí. Atropelló a los que se interpusieron en su carrera por alcanzarlo, antes de que cruzara la cortina de ingreso. En su desenfreno, alcanzó al extraño con un empujón que lo hizo tambalear, olbligándole a soltar la cubeta por el suelo.


- Por favor no se enoje, necesito cinco docenas de esos claveles, sólo le pido que me ceda esas piezas - le rogó con voz angustiada


- Y yo que hago con el resto, si ya las mayugó todas por el golpe- le respondió con furia el hombre, que sacudía sus pantalones llenos de agua y ramas de flor.


Rita sintió terror, pues presentía que el manos ásperas, tomaría revancha aprovechando su desesperada necesidad. El hombre añadió :


- Mire, esta cubeta entera yo ya la había comprado y estaba destinada para hacer centros de mesa para un hotel de la zona alta. Le saco hasta diez veces a cada media docena, así que si quiere, se los vendo a cinco pesos cada uno


- Eso es cinco veces lo que cuesta, es un abuso señor.


- Yo no choqué con usted señora, y yo no necesito que mis flores sean rojas- concluyó el corrioso hombrecillo con una media sonrisa socarrona.


Rita sacó su monedero, extendió unos billetes violáceos a su explotador, y sintió con asco el roce áspero sobre sus dedos, cuando el agarraba el dinero. El tipo se metió el dinero en el bolsillo de sus pantalones de tergal marrones y con desdén estiró los zapatos lodosos para amontonar las flores desparramadas, cerca de donde aguardaba Rita, con ojos atónitos.


Gladys decidió tomar un masaje veinticuatro horas antes del gran evento, removió con cera miel cualquier vello no deseado de su cuerpo dorado y pidió que arreglaran sus uñas de pies y manos dejando pendiente sólo la última capa de barniz, que se haría aplicar una hora antes, para lucir perfecta. Descartó la opción de recibir el tratamiento de velo de novia, le hacía ilusión efectuar ese ritual en la intimidad de su cuarto de baño, mezclando con sus manos el bálsamo de miel, azúcar y aceite de almendras dulces, que ella misma había ideado.


La luz dorada de la miel mientras la vertía en el cuenco de porcelana que había destinado para ello, le recordaba aquellas estrellas ambarinas que la cegaron, esa otra tarde de mayo, cuando empezó a planear su boda. El olor de la mezcla hacía que sus labios se abultaran de deseo, imaginando con cuántos besos le escribiría en la piel a su amado lo mucho que lo anhelaba; sus manos extendiendo la pasta sobre su cuerpo, renovaban la conciencia de su propia belleza. Así era, ella misma tejía con cuidado su velo de novia, en un íntimo rito cargado de amor y deseo, anhelando en cada movimiento, el momento de llegar al altar y tomar ante todos el voto sagrado que la uniría a su hombre, sólo para después, colmar su ferviente ilusión, de hacer nido en la piel de su amado. Eso no lo sabía cuando era niña, pero ahora que ya era una mujer, y sus ansias palpitaban debajo de su vientre, mayor sentido cobraba aquel mágico rito, pues pocas cosas podrían ser tan dignas de celebrarse delante de todos, como aquel amor que la consumía en cuerpo y alma.


De niña tampoco sabía el significado del vestido blanco y jamás figuró que su idea de contrastar el ajuar de sus pajes con claveles rojos, iba a tener tanto que ver con lo que viviría antes de lograr concretar su sueño. Si bien sus ansias de entrega eran las de una virgen, la realidad era que su marido sería el segundo hombre en visitar su cuerpo y compartir su cama pero el primero en hacerse cómplice de su celebración de amor pública, ritual y sagrada. El primero, a quien recordaría en ese día con las flores rojas que adornaban su ramo y los tocados de sus damas, había dicho amarla mucho, pero nunca logró sintonizar con su plan de gran boda, hasta que Gladys decidió arrancarlo de su corazón para conquistar su meta, pues antes que serle fiel a él, con lo mucho que lo amaba, necesitaba ser fiel a sí misma. Rompió con él... ¿o no rompió?


Arcadio también sangró cuando Gladys lo dejó, pero el dolor se hizo verdaderamente intenso cuando la vio en los portales, del brazo de Emilio, entrando a la tienda de Novias de los Garrido. Un relámpago lo paralizó y su mundo comenzó a andar en cámara lenta fraccionándose en partículas cada imagen. Un campanazo le cimbró la cabeza y el aturdimiento lo acompañó por semanas, ocho largas semanas en las que los ratos de ira, sucedían a los de dolor; los de tristeza, a los de desconcierto para luego sumirlo en un silencioso vacío del que emergía sólo al calor de la excitación, esas tardes furtivas de pasión que ella le daba, en viejos moteluchos. No existía afán alguno de renovar la pasión, Gladys lo escondía en el cochambre de esos agujeros, sólo para tener sexo de compasión con él, o quizá porque ya no lo amaba pero aún lo deseaba.

 Si aún lo deseaba, era muy probable que aún lo amara, se decía después de cada encuentro, era sólo cuestion de tiempo, para que el peso de su amor se asentara y dejará por fin al monigote cuál única virtud era querer casarse. Sólo hacía falta tiempo.

Gladys salió del baño y se enrrolló en una bata mullida de algodón egipcio, que su hermana Verónica le había regalado especialmente para la ocasión. Secó con cuidado sus pies y humectó con esmero cada palmo de su piel con loción de rosas y almizcle. Vistió la lencería de encaje de seda blanco que Emilio le había regalado, y disfrutó desenrrollar suavemente las medias de finísimas hasta la mitad de sus muslos, las sujetó al liguero y se cubrió con una camisola de satín crudo que tomó de los pies de la cama. En ese momento su hermana Cristina llamaba a la puerta apurándola para que recibiera a Camila, la estilista del pueblo, que llegaba en ese momento para maquillarla y arreglarle el tocado. Tras su aprobación, Cristina y Camila entraron a la habitación y con la agilidad que dan quince años de experiencia preparando novias, en poco menos de una hora, habían dejado a Gladys convertida en la reyna perfecta para recibir el ajuar nupcial. Le ayudaron a meterse en el traje soñado, bordado de hilos de plata y cristales de Swarovski, que reflectaban la luz en mil estrellas, cuando los rayos de un sol trasnochado, se asomaban por la ventana para espiar a la novia. Al igual que la tarde en que comenzó aquel viaje, esa tarde se negaba a oscurecer y desparramaba luz ambarina por todos lados, festejando la fecha. La feliz novia jugaba con las cuentas de cristal aplicadas en su vestido, para deslumbrar a sus damas y pajes, bailotendo con los rayos del sol por la sala y arrancando las risas de todas a su alrededor.


Los destellos de los cristales, traspasaban los ventanales y caían en la banqueta de la acera de enfrente, donde un pequeño parquecillo lleno de arbustos mal cuidados y empolvados, ocultaba, sin demasiado disimulo, a un desvelado Arcadio que atisbaba la ventana esperando que Gladys se asomara. Tantas semanas de desazón habían embotado su mente, y ahora la angustia le hacía frotarse las manos compulsivamente y palparse los bolsillos casi con furia. Un destello le encandiló de lleno y la sombra de quien fuera su mujer hasta hace unas horas, se perfiló en la ventana con su tocado de novia lleno de luces de rocío, como el que tantas veces le contó había visto una tarde siendo niña, sonriendo radiante, mientras seguía jugueteando con sus damas. Un auto negro de otra época, se estacionó frente a la puerta de la casa y tras él, en un Malibú dorado, llegaba Emilio vestido de pingüino sin cola. El campanazo le cimbró la cabeza de nuevo, y vio la figura de Gladys esconderse coqueta tras la cortina para escapar a la vista del novio. Fue al hacer ese movimiento que una sombra entre los arbustos vecinos llamó la atención de la novia y fijó en ella su mirada, de tal suerte que movió el tocado hacia delante, lanzando un racimo de luces deslumbrante por la ventana, que abofeteó en la cara al espía, sobresaltando hasta la histeria en medio de la rabia que la pérdida irremediable de aquel día le producía., ¡él necesitaba más tiempo! Su mano desenfundó el revólver que escondía entre el cinto y los pantalones, cortó cartucho y lanzó un grito estruendoso mientras detonaba.


El cristal del salón estalló en mil pedazos y un charco de sangre hizo nido alrededor del tocado de luces de Gladys, que había caído de espaldas mientras la bala destrozaba sus sesos en el momento que su madre llegaba triunfante, con el ramo de botones rojos en la mano.













5 comentarios:

  1. Yo diría que más que un intento, es un cuento con todas sus letras.

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  2. :) me siento realmente halagada maestro!! Muchas gracias

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  3. excelente, de principio a fin, perfectamente redactado, con una idea acertadamente expresada, manifestando un desenlace que aprovecha a la perfección el tema al marcar una bipolaridad con respecto a todas las gotas de ideas brillantes que se van dando conforme la lectura avanza .
    El único bache que mis ojos encuentran en tu la historia es, quizás, el uso del termino "sesos" en el ultimo párrafo... me ha parecido impulsivo y disparejo del resto, pero tal vez eso es lo que esperabas, si es así entonces no existe motivo para decir que está mal.
    me agradó bastante n.n son estas el tipo de cosas que me despiertan una fe y una inspiración grata hacia la literatura.
    Sigue escribiendo así, ojalá pronto tenga la suerte de leer mas.

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  4. Por cierto, la revista A- Zeta ha organizado un certamen de microrelatos, por si te interesa:

    http://www.azetarevista.com/

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