"La vida es demasiado fabulosa, para ser fabulada"
Dominique La Pierre



lunes, 19 de julio de 2010

CAMINOS DE VERANO

Cada año al llegar el verano, mi madre le cambiaba llantas a nuestro Vochito Blanco, lo mandaba afinar y lo cargábamos con un par de maletas de ropa y otra de guzguerías. La tercera era la que se trataba con mayor cuidado, pues su contenido llevaba tanta o más alegría a nuestros anfitriones, que nuestra llegada. Además se debía dejar un espacio vacío para completarla con las guzguerías del camino.

El primer día después de fin de curso, arrancábamos a eso de las seis de la mañana con destino a Tampico, el puerto en el que mi madre había crecido y dónde seguía viviendo su familia más próxima. La maleta de golosinas perfumaba todo el Vocho, ya que iba cargada de café de La Lucha, chocolate Moctezuma y longaniza casera, encargada especialmente para la ocasión en una carnicería de la calle Morelos.

Las rutas podían variar dependiendo del lugar en el que quisiéramos pernoctar para descansar del viaje: Si se nos antojaba pasar al Teatro Degollado, tomábamos la ruta de Guadalajara, que era la menos frecuente, debido a que la tirada de Guadalajara a Tampico era mucho más larga que las otras dos; si nos daba antojo de queso, tomábamos la ruta de Pachuca para pasar a Palmillas por quesillos de hebra; si la idea era cenar enchiladas potosinas, comprarle a mi padre su tradicional queso de tuna y llevar a mi abuela chocolates de Constanzo, entonces la ruta era por San Luis Potosí

Cruzar cinco estados en un Vocho con una pequeña Chiu, retaba el ingenio de mis padres, que tras escuchar todo mi repertorio musical y varias rondas de "Basta", optaban por invitarme a darle forma a las nubes o descubrir curiosidades en el paisaje de los caminos que recorríamos... y era mucho lo que podíamos encontrar.

Mis rutas favoritas eran la de Pachuca y la de San Luis. La de Pachuca porque encontraba siempre más de diez tonos de verde en sus campos, contrastando con su tierra roja casi siempre húmeda y olorosa a fresco. El viento en Pachuca siempre despeinaba y hacía cosquillas aliviando el cansancio del viaje. Las veces que fuimos casi siempre estaba lloviendo y a mí la lluvia caer y el viento frío me hacían dormir plácida y profunda. La primera vez que entré a la Bella Airosa, sonaba el la radio la argentina voz de la Dúrcal y su "Gata bajo la lluvia". El parabrisas del vocho apenas lograba correr la cortina de agua que se desplomaba del cielo y al llegar al hotel un chaparrón helado me empapó todita. Desde ese momento tres ligas se formaron entre mi mente y Pachuca: la lluvia, el frío húmedo y la "Gata bajo la lluvia", siempre transportan mi espíritu a aquellas tardes perfumadas de tierra mojada de la capital hidalguense.

Al retomar el camino hacia Támpico, cruzábamos todo Hidalgo y el norte de Veracruz por unas hermosas carreteras angostas, que nos sorprendían de vez en vez con cascadas casi a pie de camino. Aquellas caidas de agua, nos regalaban un líquido purísimo de delicioso sabor, aunque algunos se empeñen en decir que el agua no sabe a nada.

La ruta por San Luis Potosí, no me dejó grandes recuerdos en su primer tramo, pero el camino que recorríamos de Querétaro a San Luis, especialmente si era de noche, se convertía en un viaje encantado plagado de fantasmas flotantes que danzaban en la oscuridad del desierto, haciendo las delicias de nuestras mentes calenturientas que iban tejiendo historias para cada una de las lucecillas parpadeantes que iluminaban la noche. Ojos de luciérnaga, cabellos de púas, cuerpos de cáctus y organos multiformes aparecían y desaparecían susurrando leyendas que viajaban con el viento de la noche. Cuánto miedo y cuánta emoción daba transitar ese tramo... la parte del viaje más esperada sin duda.


Tras descansar uno o dos días en la tierra natal de mi padre, comiendo granadas, persiguiendo palomas y coleccionando pétalos de Magnolias, salíamos de madrugada a la tierra de mi madre tomando siempre la carretera a Río Verde y a aquellas horas de la mañana era un banco de niebla espesisíma que nos cerraba el paso retándonos a adivinar el camino. A diferencia del emocionante terror que me inspiraban los fantasmas del desierto a la llegada, el miedo que me producía ir avanzando a ciegas aquél tramo, me dejaba muda de pánico. El premio venía cuando nos librabamos de la nube envolvente y yo me echaba a escondidas un chocolate Constanzo a la boca para premiarme por ser tan valiente. Nunca lloraba ni hacía escándalo, a pesar de estar fría de miedo, así que me merecía mi consuelo chocolatoso.

No recuerdo cuantas horas hacíamos en aquella travesía, pero mamá manejaba despacio así que debieron ser muchas,  eran horas amenas que despetaron mi gusto por los viajes y las largas travesías por tierra. Gusto que conservo hasta la fecha, pues pocas cosas tan placenteras como coleccionar paisajes y nubes multiformes mientras consumes los kilómetros de la carretera.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Y tu, ¿qué cuentas?