"La vida es demasiado fabulosa, para ser fabulada"
Dominique La Pierre



martes, 13 de julio de 2010

PUEBLOS MAGICOS: POR PARACHO Y PATAMBAM

Escapar de la rutina, era el deporte favorito de la mami. Pasar por mí a la escuela y emprender camino por la carretera a la caza de algún manjar de pueblo con la subsecuente exploración del destino alcanzado sucedía por lo menos una vez a la semana. Estas excursiones eran casi siempre secundadas por  Zetha, la portadora del Ojo de Venado, ó alguna otra amiga con ganas de aire puro y una aventura sana de ocho horas.

El regreso a casa, marcaba una desviación obligada a Paracho, a mí y a Zetha nos gustaba ir a comprar pan



Las opciones eran muchas: La ruta hacia la sierra ofrecía cantidad de pueblos mágicos que, sumidos en sus nubes, iban descubriéndonos a cada paso los misterios velados por la constante neblina. Capecuaro, Angaguan, Patamban, Nahuatzen, Paracho, Cherán, Los Chorros y el Volcán. Taretan, Tingambato, Periban, Ziracuaretiro.Con los güeros hacia los Reyes, Cotija, Santa Inés, Jiquilpan, Zahayo, Chilchota, San José de Gracia, Tangancicuaro, Tinguindin, Tancitaro, Tocumbo, Zamora.



El imperturbable Pátzcuaro y sus siete templos, Zirahuen, Tzintzuntzan, Santa Clara del Cobre, Quiroga y Zacapu.Hacia tierra caliente Caltzontzin, Nueva Italia, Apatzingan y el ingenio, Parácuaro, Aguililla y Coalcoman. Cuitzeo, Queréndaro, Zinapécuaro y la guapa Morelia.



Tengo el recuerdo de un sabor, un aróma y varios colores para cada uno de ellos, más sin afán de despreciar a ninguno, armaré el retrato de los que más me marcaron.



Cuando la mami se fué a Paris, conoció a un gerente de banco parisino que se había enamorado de una enfermera de un ranchito entre Paracho y Cherán. Era un francesito más bien flaco, de cabello rubio claro y piel blanca transparente, a mi ver muy parecido a una Salamanquesa gigante. Su mujer era una chica con la piel color melaza, piernas fuertes y firmísimo trasero. Su cutis contrastaba divinamente con su uniforme inmáculado de enfermera; su altivez era digna de una diosa purepecha; su mente, daba albergue a la inteligencia y astucia de un águila.

Por más que intento no logro recordar su nombre, pero nunca olvidaré su habilidad para pasar del español, al francés y a su dialecto tarasci con soltura y corrección. Digamos que Erandi, como decidí bautizarla, no sólo hablaba las tres lenguas, sino que las hablaba bien.



Seducido por su exótica enfermera y desgastado por las exigencias de su profesión, el rubio parisino sacó sus ahorros, renunció a su banco y se mudó con Erandi a la sierra. El capital que traía, le alcanzó para comprar una buena extensión de tierra, construir un par de trojes, armar un taller de ebanistería y hacerse de varios cerdos. Con gran empeño fue conformando un equipo de trabajo con algunos de los artesanos madereros de la región interesados en refinar su arte y migrar de carpinteros a ebanistas. La energía del recién llegado era mucho más que admirable: personalmente se encargaba de alimentar a sus cerdos, sacrificarlos, deshollarlos y curarlos en sal para hacer unos jamones serranos deliciosos. Cuando ibamos a visitarlo le llevabamos pimientas y pimentones, las más grandes y frescas que encontrábamos, para que tuviera suficientes a la hora de hacer sus patés. Tenía uno horno de piedra en el que transformaba unos falos blacos de masa, en doraditas baguettes. Su mano callosa extendiéndome un trozo de pan untado de sus variados patés de diferentes tonalidades, es una de las imágenes, que mi memoria guarda con mayor claridad de las visitas a su rancho. Su hiperactividad alcanzaba un punto tal, que era él mismo quien te servía siempre el primer bocado de los festines que nos convidaba; después de esa primer ofrenda personal, cada quien era libre de seguir probando sus manjares a voluntad, pero la mano callosa extendiendo el trozo de pan coronado con el adherezo, que personalmente decidía como el adecuado para cada comensal, era la bendición obligada de los alimentos en aquel hogar tan peculiar.



El terreno albergaba la troje en la que, protegidos por sus vestimentas típicas, vivían los papás de Erandi, que sólo hablaban purepecha, pero ya gustaban de los patés y jamones que preparaba su yerno. Al otro extremo en una segunda troje, distintiva por las muchas flores que adornaban su pórtico, vivían los padres del Rubio Ebanista, quienes fascinados por las historias de aquellas tierras, habían ido siguiendo a su hijo. En el centro del terreno, reinaba la troje que servía para albergar a Erandi, el Rubio y sus hijos, en torno a la cual se generaba toda la vida productiva del rancho, impulsada por el genio artístico del Parisino renegado y celosamente administrada por Erandi.



Cada vez que ibamos a visitarlos, no podía dejar de sentirme confundida al observar seres tan distintos en apariencia, costumbres y formas, creando juntos un espacio y un arte peculiar... llegando a acuerdos en tres lenguas distintas de sonidos dispares. Era como darle vida a una pieza de jazz, en la que el desorden natural de cada elemento se conjuntaba formando una hermosa pieza inolvidable.



Como en casa de Erándi y el Rubio nunca había postre, Zetha y yo siempre queríamos pasar a Paracho por Higos cubiertos o cazuelitas de miel. Las cazuelitas de miel eran unas gorditas de agua (pan sin levadura), que vendían las guares en las banquetas; las mismas que llevaban los charales y boquerones, tenían estas gorditas de agua a las que las abrían por el centro y las llenaban de miel silvestre, miel de azahares perfumada y transparente como el ámbar.



Otro de mis paseos favoritos era Patamban, disfrutaba enormemente el trayecto porque Zetha conocía a una familia de orfebres que vivía en lo más alto del pueblo. Aquel acogedor clan poseía también cuatro trojes dispuestas en cruz y conectadas por un diminuto patiecito de tierra aplanada. En la troje que daba a la calle, estaba siempre la abuela, sentada al centro en el suelo junto a un enorme anafre de barro al que iba echando tortillas cada tres minutos, mientras sonreía con su perfecta dentadura a los recién llegados.

Toda su vida giraba en torno al maíz, el gran tesoro: las mazorcas desgranadas a la derecha, las prontas a desgranar un poco más al centro, el niztamal hecho masa junto a sus rodillas, la generosa mezcla entre sus manos tomando forma, la promesa redonda cayendo al fuego, la dorada realidad saliendo del comal para agasajo de los presentes, quienes la untabamos con los guisos dispuestos en las orillas del anafre o simplemente las enrollabamos con un poco de sal. Al caer la noche, la abuela tomaba algunos trozos de tortilla carbonizada y las frotaba contra sus dientes, neutralizandolos con el calizo carbón, al daño de cualquier acido.



Tras unas cuatro tortillas, Toñito el hijo de Zetha y yo, nos ibamos a jugar al granero, que estaba en la troje de la derecha según entrabamos. No recuerdo tardes más divertidas como esas pocas que pasamos aventándonos en la paja desde el tapanco del granero y rodando montañas doradas abajo. La diversión acababa cuando al salir, nos fumigaban con Raid para evitar que los bichos habitantes de la dorada paja, se nos quedaran en la cabeza, pero nadie nos quitaba lo bailado. En el inter Zetha y mi madre se iban a la troje de la izquierda, que era el taller en el que se cocían unas vajillas ve barro preciosas, esmaltadas con un azúl plúmbago perfectamente bien aplicado. Aquellos artesanos eran detallistas en extremo, sus vajillas eran irresistibles a la vista y se vendían ya en aquella época por miles en las tiendas de artesanía fina. En casa logramos tener un juego de tazas cafeteras, y una olla orejona en la que mi madre preparaba deliciosas trompas de cerdo con carne de puerco...

Las trompas de cerdo, son unos hongos anaranjados que sólo se encuentran en Michoacán en época de lluvia, se cocinan con ajo, chile de árbol acitronados en aceite de oliva y se complementan con trozos de pulpa de cerdo bien doraditos. Para que el plato tenga el gusto exacto, deben acitronarse el ajo y el chile en la olla de barro bien curada, mientras que la pulpa de cerdo se dora a fuego lento en un cazo de cobre de Santa clara. Una vez a punto, se incorporan en la olla de barro ambas partes y obtienes un guiso serrano delicioso, mismo que yo disfrutaba gracias a la bendita olla bien cocida que compramos con los amigos de Patamban.

En el camino de regreso de cualquiera de los dos paseos, siempre parabamos en Paracho, quedara en la ruta o no. Zetha y yo porque eramos adictas al pan, ese pan consistente, no muy dulce y de caparazón avellana, que sólo saben hacer en los pueblos de mi tierra. La mami consecuentaba nuestro antojo con tal de pasar por las callecillas del pueblo y escuchar al viento tocar sus guitarras encantadas.


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