"La vida es demasiado fabulosa, para ser fabulada"
Dominique La Pierre



martes, 29 de junio de 2010

EL RINCON DE LOS SABORES

Mi pueblo es un rinconcito multicolor, protegido al Este por un bosque de pinos- unos pinos nobles y fortísimos que resisten la erosión cual caballeros en armadura de hierro- y bendecido al oeste por abundantes huertas de esa fruta de mantequilla que llamamos aguacate. En el centro se mantiene mágico, un laberinto de callecillas bordeadas por altas casas de adobe, con techos de teja roja en declive, como las que dibujamos de niños, con ventanales que son amables ojos sonrientes y portones de madera. Muchas de esas casas tienen por centro un patio lleno de macetas floridas: Azaleas, anturios, bugambilias y hortensias se reúnen en rondas, entrelazando sus ramas para desmenuzar los eventos del día, como un alegre grupo de viejas chismosas. Si la casa tiene mucho fondo, en la parte trasera encontrarás huertos perfumados de azahar, generosos nísperos, durazneros en flor, changungos y estilizados arbolitos de capulín.  Cruzar los zaguanes que dan paso a esos jardines de frutas, es escapar por un rato a una dimensión desconconocida, donde todo es vida, color y sabor.

Transitar por sus calles puede ser muy divertido, si eres amante de toboganes y resbaladillas, porque sus rutas hacia las zonas más modernas son subidas, bajadas y cerrados columpios en U, que te harán gritar en tu coche si llevas la velocidad adecuada, como si de una montaña rusa se tratara. Quienes aprendimos a manejar autos Standard en Uruapan, somos expertos en la maniobra del piecito cruzado, que consiste en tocar con la punta el freno y con el talón el acelerador, truco muy útil si te toca un embotellamiento en medio de la U de una calle y debes sostener tu auto en una pendiente pronunciada por varios minutos, hasta que te toque arrancar. Esta sencilla maniobra te facilitará el avance sin que se vaya el auto para atrás a la hora de arrancar, salvándote así de una carambola en reversa.

 

Las colonias que se formaron en las “afueras” tienen formas más modernas y huertas distintas a las de las Sevillanas del centro quizás son huertos menos perfumados pero mucho más ricos en diversidad. En el fraccionamiento en el que yo vivía, los árboles de frutas eran propiedad de todos los chiquillos del área, y cada quien hacía uso de sus frutos según sus buenos o malos modales. Los educados trepaban con cuidado, hacían ganchos con palos en punta de “Y”, o incluso redes para bajar nísperos, capulines, changungas, duraznos, limas, limones reales y hasta guayabas, según la temporada. Los más salvajes arremetían contra el árbol a pedradas y a la hora que se les antojab. Este grupo era por lo general amante de los duraznos y ciruelas verdes con chile, que en venganza, pasaban factura a estos insensibles con terribles chorrillos de mínimo tres días seguidos, ó peor aún, constipados que no se curaban ni con kilos de ciruela pasa. Yo no pertenecía a ninguno de estos dos grupos, yo era miembro honorario de un tercer grupo, el de los holgazanes que recogíamos las frutas que se caían de los brazos de los primeros y los segundos, o con mucha cara dura, simplemente pedíamos que nos invitaran algo de lo que ellos recolectaban.

Recuerdo que tenía una vecinita con huerta privada, en la que se podían encontrar toda clase de guayabas, había unas grandes, que con una gruesa cáscara verde protegían un carnoso corazón rosado; otras de un amarillo verdoso pequeñísimas que te regalaban un chisguete acido a la primer mordida; la amarilla por fuera con corazón rosa de dulce jugo y la amarilla pecosa de corazón amarillo sin mayor sorpresa, que su inconfundible perfume…. La última era la más escasa y mi preferida sobre todas, era una guayabita muy coqueta que se vestía de un verde casi esmeralda con visos rojo granate, lisa como la seda y un poco dura, arreglaba su copetillo en un fleco punk siempre bien distribuido y su corazón era rojo carmesí con venas rosas, era una guayaba japonesa que se daba a la sombra de aquel huerto, en muy escasas cantidades. Los que teníamos el privilegio de probarla debíamos esperar con calma a que su dueña se acercara con solemnidad a pedirle a su árbol permiso de separarla de su rama para entregárnosla. Era tan hermosa y rica, que el disfrute empezaba desde que su flor anunciaba su próxima llegada, culminando cuando nos regalaba ese único agridulce jugo, imposible de comparar con nada. Es una pena no recordar el nombre de mi vecinita, de lograr hacerlo volvería a agradecerle incluso ahora, haberme hecho partícipe de aquellos deliciosos banquetes de guayabas exóticas.

De los sabores de mi pueblo, quizá los más reconocidos, son los que concurren en el mercado de antojitos. Sin importar lo cerca o lejos de Michoacán que me haya encontrado, siempre que escuchan de dónde soy, lo primero que mencionan es: "Mmm el mercado de antojitos, carnitas, corundas, enchiladas, buñuelos, tamales, atole..." y siguen su lista conteniendo el agua que les llena la boca. Para mi sorpresa, muy pocos saben que el aguacate Hass, tan peleado los miércoles de plaza, viene de Uruapan, pero eso sí,  nadie olvida lo rico que se come por allá.

Yo sólo estuve quince años en mi pueblo, pero fueron suficientes para descubrir muchas maravillosos sabores, que al turista común se le escapan casi siempre. Como por ejemplo los tamales de zarzamora que las huarecitas vendian en las esquinas, junto a los cucuruchos de pinole y los montoncitos de capulines. Estos tamalitos, eran consistentes budines de fruta de bosque mezclados con un niztamal de sabor ahumado, que le daba un toque casi crocante a su suave textura.

Las flautas de Independencia, doraditos tacos de nada, cubiertos de col finísimamente rayada con crema, salsa y queso. Era un festín jugar con Naty a ver quién podía comer más en una parada, el truco estaba en no tomar refresco ni agua para lograr vencer a la flaca larguirucha.

Salir tempranito al mercado de Pino Suárez por pan para el desayuno, podía convertirse en un problema existencial si eras una chamaca golosa, como yo, porque era difícil decidir entre la calabaza, el camote o los plátanos en tacha para ponerle a la leche (lechi); o unos huchepos recién hechecitos con nata;o cruzar la calle para ver si Don Enrique había hecho donas, esas donas que sólo él sabía hacer amasadas con natas y papa. Ese gourmet panadero de mi pueblo, es el culpable de que yo sea incapaz de disfrutar una dona industrializada, de esas que venden por docena en Donkin Donnuts.
Mi madre, que conocía la intensidad de mi gusguería, tomaba por eso las debidas previsiones:
- Sólo bolillo, del chiquito bien dorado pero con migajón. Una docena y te regresas, sin picar nada más, trangoncita.
Rara vez cumplía la indicación al pie de la letra, pero no era culpa mía, si el canasto de la esquina no tenía bolillos chiquitos, debía recorrer todo el mercado y entonces, cualquier cosa podía suceder.

La salida del colegio era otra prueba de fuego. En la esquina de Emilio Carranza, frente al "nuevo" Bancomer",  una señora de mandil a cuadros, ponía su vaporera llena de corundas esponjositas, calientitas y bien enmantecaditas, con una salsa roja ligerita que les daba la humectación perfecta. No muy lejos estaba la tienda de los Paz, así que podía pasar de carrerita, por un delicioso trozo de queso  Cotija, al que desde bebé he sido adicta, para espolvorearles encima y tener el plato perfecto.

Después de una tarde tediosa, llena de tarea, nada como un buen vaso de Cebadina y una tostada de Pata de las del callejón Rafael Melgar. Los chicos de esa cenaduría tenían muy mala cara y muy buen sazón. Yo nunca iba sola, ni por cebadina porque me daba miedo, pero si conseguía corum, entonces seguro iba por mi pata en tostada.

El antojo que más frustración me causaba, eran los tacos de Cabeza de Don Poncho, en la diagonal de Galeana. Sólo dos veces, de las más de cincuenta que fuí por ellos, alcancé a llegar a tiempo. El enjambre de clientes que invadía su puesto a penas abrir, devoraba cual terminas toda la producción.... nunca supe si compraban demasiado o Don Poncho sacaba demasiado poco.... el caso es que cuarenta y ocho veces regresé a casa, triste y frustrada, con el aroma del anhelado antojo, en la punta de la nariz.

De haber seguido en Uruapan, tengo clarísimo que sería una gorda muy felíz. Andaría rodando por las calles empinadas de mi pueblo multicolor, brincoteando cual redonda pelotita, a la caza al menos, de un vaso de atole de grano, anisado y bien picoso.







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